«Si yo recorro de memoria el guión, tu ve de puerta en puerta a buscar baldosas amarillas para un funambulista imposible… leyendo en braile los pasos del siguiente mortal»
La niña del flequillo infinito. La del paso rápido y firme. La de las ideas bien definidas. La de los opuestos en el mismo cuerpo pequeño, delgado. La mujer que fulmina con la mirada fria y dura; la que es capaz de sonreir con todo su cuerpo.
La niña escondida e indefensa en el cuerpo de la guerrera, que todo lo aguanta, que todo lo combate, que todo lo lucha y lo desafía.
Aunque ella insista en estar sola, en defenderse así misma, no quiero. No me importa. Me da igual que diga que no. Porque aunque ella no lo pida, yo siento la necesidad de arroparla. Quiero taparla con una manta y decirle que es hora de descansar, de cerrar los ojos, de dormir tranquila y sin sobresaltos.
Sólo tengo ganas de decirle que todo pasará. Que el tiempo todo lo cura. Y aunque suene a cuento chino, no te puedo argumentar porqué tengo la certeza de que todo va salir bien. Si existe algún tipo de justicia universal, verás que todo saldrá bien, porque de entre todas las personas, es la niña de flequillo infinito quien más lo merece.
Por eso déjate. Déjate vencer, te digo. Deja de oponer resistencia. Rindéte de una vez. Descansa. Llora. Olvidate del mundo. Deja de ser fuerte por todo, por todos. Basta de aguantar el tipo.
Y no temas, te digo. No temas por lo que pueda pasar si bajas la guardia. Porque aquí estaré yo, esperándo. Seré fuerte por las dos. Aguantando, escuchando, alargando los silencios, rompiéndolos cuando haga falta. Vigilando.
Tómate el tiempo que haga falta, te digo. Dan igual las horas, los dias, las semanas, meses,… Porque no vas a estar sola. Porque nada va a pasar. Porque el mundo se debe parar, y parará, hasta que te recuperes, hasta que vuelvas a brillar, hasta que vuelvan tus fuerzas.
Y recuerda, te digo, que siempre estare sosteniendo los pilares de la Tierra para que no se derrumbe tu mundo.
Cuando se repuso de la última vez que la había dejado destrozada, lo vió todo claro. Tenía que arrancarle de su interior. Después de intentarlo una y otra vez, supo que sólo había una forma de hacerlo. Había tenido mucho tiempo. Cuando se dio cuenta de lo que quería hacer, ya no había ninguna prisa.
A partir de ese instance, toda su existencia tenía un único propósito: hacerle desaparecer de su vida para siempre.
Provocó un «encuentro casual». Se dejó seducir, cómo siempre pasaba, pero en está ocasión, todo formaba parte de un plan más grande. Hizo que él la invitase a su casa. Empezaba la representación. Estaba todo absolutamente planificado. No había dejado lugar para el azar. Nada. Ni un mínimo detalle.
Las mismas palabras resonaban en su cabeza una y otra vez: «El dolor es mejor si genera violencia…».
Dolor. Esa sensación que a él tanto le gustaba provocar de todas las formas posibles e imaginables. Pero sobre todo, era un mago generando ese sufrimiento ligado a los sentimientos que es imposible curar. El único que yo no sabía cómo evitar.
Me destrozaba el corazón todas y cada una de las veces que nos veíamos. Tus noches únicas iban de la mano de mis noches turbias. Me arrastrabas de un lado a otro en cuestión de horas: de la más absoluta felicidad, me hundías en la miseria. Sin piedad.
Me habías humillado de todas las maneras posibles. En mensajes, emails, en bares, en cafeterías… siempre pendiente de su respuesta. Siempre esclava de sus idas y venidas. Siempre embobada por ese supuesto encanto que él tenía. Él, continuamente moviendo los hilos. Hasta en la cama la obligaba a ser sumisa.
Pero se acabó. Está vez, me tocaba a mí.
Entré en su apartamento, que seguía igual que siempre: ordenado y organizado de manera enfermiza en su obsesión por controlarlo todo.
Me deshice de lo único que llevaba puesto. Una gabardina marrón. Esa noche me había vestido para matar: me puse un corsé apretadisimo de cuero negro con adornos de seda en violeta. Ropa interior de encaje negro, un ligero y unas medias finisimas.
«Qué haces vestida así?», me dijo mirandome embobado desde la distancia.
Me empezaba a dar asco su condescendencia. Sus aires de ser el centro del universo. Su absurda convicción de que era el hombre más maravilloso que había visto el planeta. Pero a pesar del odio que le profesaba, fui capaz de ocultarlo y acercarme a él con cara de deseo y paso decidido.
«Esta vez quiero hacer las cosas un poco distintas… me apetece cambiar las normas del juego. Quiero probar algo nuevo. Qué dices?», le pregunté mientras le agarraba del pelo y tiraba de él fuerte, hacia atrás, dejándole con la barbilla en alto.
Él sonrió, divertido. «Por qué no… hoy me siento generoso. Puedes hacer lo que quieras. Veamos qué tienes tú que demostrar», recalcó.
Le bese con rabia. De forma agresiva y con prisas. Le mordí el labio y empezó a sangrar, en una especie de premonición de lo que estaba a punto de suceder.
Le cogí de la mano y le llevé hasta su cuarto. Le tumbé en la cama y le besé. Le besé como nunca antes había hecho. Con pasión, con intensidad, con infinitas ganas. Con una mezcla de odio y placer, quizá porque sabía que sería la última vez. Que por fin era la definitiva y que después de esta ocasión, no habría sufrimiento.
Le quité toda la ropa, despacio, con delicadeza. Haciendo mucho teatro para que viera cada uno de mis movimientos. Le acaricié el pecho, los hombros. La espalda. Esa espalda que siempre conseguía volverme loca.
Y pasé mi lengua por todos y cada uno de esos lugares. Deteniéndome en los que más me gustaban. Haciendo hincapié en aquellos puntos que le hacían estremecer.
Cuando ya me dolían los labios, me acerqué a la mesilla de noche donde guardaba las cuerdas y las esposas. Sí, sabía perfectamente dónde guardaba todas esas cosas. Era aficionado a atarme de pies y manos. Su juego favorito era dejarme indefensa en la cama y asi poder hacer conmigo todo lo que se le antojase.
Por una vez, cambiaban los papeles. Uní sus muñecas y las rodeé con las esposas en su espalda. Le obligué a apoyarse contra el cabecero de la cama, al que le até para dejarle inmovilizado. Por supuesto, también enredé la cuerda en sus tobillos.
Volvió a reir. «Dónde has aprendido a hacer las cosas tan bien?», me dijo, con su eterno tono de desprecio.
Yo reí aún más fuerte y no le contesté. Sólo apreté aún más las cuerdas.
Me subí encima de él. A horcajadas. Y tuvé el sexo más salvaje y más placentero que recuerdo en toda mi vida. Supongo que la sensación de ser yo la dominante y no la dominada, la adrenalina por lo que estaba a punto de hacer y escucharle gemir de dolor cada vez que le embestía me excitaron más de lo que esperaba.
Y cuando más entregado estaba a satisfacerme, rodeé suavemente su cuello con mis manos. Coloqué estratégimante mis pulgares en su vena carótida. Era el punto preciso, donde no necesitaba demasaida presión ni esfuerzo para provocar el resultado deseado.
Apreté suavemente mientras le sonreía. Un poco de asfixia siempre aumenta la sensación de placer. Al menos, es lo que él siempre me había dicho. Entendiendo por donde iba el juego, se dejó hacer. Retiró la cara hacia atrás y expuso todo su cuello para que yo tuviera más campo de maniobra.
Y fue entonces cuando apreté con todas mis fuerzas. Presioné todo lo que pude. Él empezó a forcejear cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando. Pero estaba tan bien atado que apenas podía hacer nada. Yo sólo necesitaba unos minutos para que se cortase el riego sanguíneo que iba a su cerebro y un poco más de tiempo para asfixiarle.
Me invade un instinto irracional, primario. Tengo sed de matar. Lo unico que quiero es bañarme en su sangre. Reventarle todos los huesos bajo mis pies. Volarte la tapa de los sesos. Pero no. Fui capaz de mantener la compostura. Le mataría ahogándole, como tenía planificado. De forma límpia y discreta.
«Que qué tengo que demostrar? le dije, acercándome mucho para que me mirase directamente a los ojos y con el aliento entrecortado por el esfuerzo. «Que nadie te va a salvar de este infierno».
Sí. Yo, la mosquita muerta. La que siempre cedía. La que nunca llevaba la contraria. Sí, esa que siempre se dejaba convence por tus estúpidas mentiras, estaba encima tuya vestida de cuero dominando la situación. Apretándo las manos enguantadas alrededor de tu cuello. Estrujando con todas sus fuerzas. Ahogándote y dejándote sin una pizca de oxígeno.
Le dejé tendido en la cama. Sin vida. Con una mirada desencajada y vacía. Los ojos desorbiatados, no porque boqueabas desesperado en tus últimos momentos de vida, si no por no terminarte de creer lo que estaba pasando.
Me acerqué un momento al espejo que tenías junto al armario. Cogí un pañuelo del bolso y me quité las gotas de sudor que había en mi frente. Era la única muestra del esfuerzo que había hecho. Lo demás seguía intacto: el pelo que llevaba perfectamente recogido en un moño tirante en la nuca, el lápiz de labios rojo cereza, la sombra de ojos negra.
Tenía las mejillas algo rojas del esfuerzo, pero nada exagerado. Quedaban muy natural. Cómo si hubiese elegido el tono perfecto de maquillaje.
The useless days will add up to something. The shitty waitressing jobs. The hours writing in your journal. The long meandering walks. The hours reading poetry and story collections and novels and dead people’s diaries and wondering about sex and God and whether you should shave under your arms or not. These things are your becoming.
Life isn’t some narcissistic game you play online. It all matters — every sin, every regret, every affliction. Ask better questions, sweet pea. The fuck is your life.
«No me puedo creer mi canto de alabanza; no puedo ser paciente y resignada. Por mis venas corre un veneno amargo en vez de sangre. La ponzoña del aborrecimiento de la vida. He intentado ser una buena monja, una buena cristiana; pero Abelardo es para mí más importante que Dios. Se que con esto me condeno. Y lo más terrible es que me da lo mismo.
Asi es que esto es el amor. El absoluto amor que cantaban con finura los trovadores y que ensalzaban las damas en la corte de la reina Leonor. Pero si esto es el verdadero amor, es lo más parecido que he visto a una posesión demoníaca. Tanta paz en este claustro, y tanta amargura y desesperación en el alma obsesionada de Eloísa.
No quiero volver a saber nada de los hombres. De los alquimistas traidores que revenden por una bolsa de oro, de los amantes tan absorbentes y tan intensos que pueden atraparte y deshacerte. Los hombres son criaturas muy peligrosas. Yo quiero ser la dueña de mi mundo, como Herrade lo es de su vasto refugio enciclopédico, y no pienso volver a enamorarme».
Montero, Rosa. Historia del rey transparente (2005)
El tarro de las piedras del montón apareció un día, de un mes que no recuerdo a una hora indeterminada, en mi estantería. Para cumplir no se muy bien que función.
En un paseo de tantos junto a la orilla del mar, empecé a recoger piedras del montón para tener los dedos ocupados, para jugar con ellas, para desviar mis pensamientos. Y ya no se como parar… algo así como dejarse llevar por el fluir de las cosas, la inercia, la costumbre.
Son piedras ordinarias, normales, corrientes. Grises, marrones, azuladas, más redondas y más afiladas. No son especiales. No tienen nada que las diferencie del resto de piedras que se puedan encontrar en cualquier lugar del mundo. No son relevantes. No son las verdaderamente importantes.
Pero entre piedras y piedras vulgares están ellos… Oh!, sí ellos.
Esos fragmentos brillantes, llamativos, coloridos. Los que colocas fuera del tarro porque son tan preciosos que quieren observarlos con detenimiento. Todo el tiempo.
Los pedazos que justifican las idas y venidas, los que hacen que los largos paseos solitarios valgan la pena. Fragmentos que captan toda la luz del sol. Te acercas, pensando que hoy es tu dia de suerte, que por fin encuentras algo que vale la pena. Y no corres a buscarlo, por miedo a estropear el momento, pero te visualizas metros antes aguantandolo en tus manos. Fuerte.
Por un segundo, en tu mente surge una duda extraña: ¿Por qué sigue ahí? ¿Por qué nadie lo ha recogido aún? Y no entiendes cómo sólo tú has podido ver la intensidad y la belleza de los destellos que tan bien escondido tesoro desprenden. Pero te niegas a pensarlo con detenimiento.
Respiras hondo y decides hacer el esfuerzo de agacharte, de mancharte las manos de arena, de rebuscar y recoger ese trozo traido por el océano. Quién sabe. Te pica la curiosidad de lo que puedes encontrar y te resulta imposible pasar de largo sin rozarlo con tus dedos. Sólo por el mero placer de notar su textura.
Pero al acercar la vista, al mirar con detenimiento, descubres la verdad. Kapuscinski dijo que los «cínicos no sirven para este oficio». Pero no dijo que la vida te hace tragar cucharadas de realidad a cada paso. Ocultó que las piedras cada vez pesan más, y que llegará el momento en que los huesos ya no aguanten el peso. Que no hay fósiles brillantes. Olvidó apuntar que las colecciones son, al fin y al cabo, meras acumulaciones sin sentido.
La historia siempre tiene el mismo final: los fragmentos maravillosos son solo cantos rodados. Burdos pedazos de vidrio olvidados en algún lugar de la costa que el mar arrastró a su antojo. Cristales erosionados por el tiempo y la distancia, limados hasta disimular todas sus asperezas.
Y son raros. Y si se contemplan pausadamente, también te das cuenta de que son opacos. De forma extraña, captan la luz a su alrededor, pero su textura es opaca. No hay transparencia. Por mucho que te empeñes, no se puede ver a través de estos pedazos. No, no te dejan ver a través de ellos.
Se empeñan en parecer sofisticados. Se esfuerzan por camuflar su engaño e intentan desesperadamente parecer algo maravilloso. Pero, en el fondo, esos fragmentos también saben cuál es su verdadera naturaleza. Ellos mismos saben que no son más que otra piedra del montón.
La vida se reduce a vagabundear por las calles desiertas a horas infames. A las casualidades. A tocar los primeros rayos de sol. A las sorpresas. A decirle a la luna que se vaya a dormir. A parar en un puente cualquiera a contemplar un amanecer madrugador que quedará para siempre en la memoria.
Y se me ensancha, se me ensancha el alma sólo de pensar en ese instante en el que no importaba nada más. Alcancé un estado mágico en el que, a pesar de todo pronóstico, lo que menos me preocupaba era saberme perdida.
La única obligación consistía en disfurtar. La única tarea por cumplir era deleitarnos, fluir, fundirse y embriagarse de los movimientos, de los olores, de cada sonido, de las palabras.
La felicidad es una mano en mi cintura; es complicidad sin siquiera haberte conocido. Es la naturalidad de todos tus gestos. Es algo tan tan simple como ocultarnos por las esquinas para hacerte cosas indecentes esperando llegar cuánto antes a tu cama, riendo a carcajada limpia.
Reír, reír, reír. Y preguntarme si las agujetas en las comisuras de mis labios son por los besos que nos dimos o por la sonrisa absurda que se resistía a abandonarme.
Porque eso es la vida: todo lo que ocurre de repente, cuando pensabas que ya no quedaba nada por llegar.