Cuando se repuso de la última vez que la había dejado destrozada, lo vió todo claro. Tenía que arrancarle de su interior. Después de intentarlo una y otra vez, supo que sólo había una forma de hacerlo. Había tenido mucho tiempo. Cuando se dio cuenta de lo que quería hacer, ya no había ninguna prisa.
A partir de ese instance, toda su existencia tenía un único propósito: hacerle desaparecer de su vida para siempre.
Provocó un «encuentro casual». Se dejó seducir, cómo siempre pasaba, pero en está ocasión, todo formaba parte de un plan más grande. Hizo que él la invitase a su casa. Empezaba la representación. Estaba todo absolutamente planificado. No había dejado lugar para el azar. Nada. Ni un mínimo detalle.
Las mismas palabras resonaban en su cabeza una y otra vez: «El dolor es mejor si genera violencia…».
Dolor. Esa sensación que a él tanto le gustaba provocar de todas las formas posibles e imaginables. Pero sobre todo, era un mago generando ese sufrimiento ligado a los sentimientos que es imposible curar. El único que yo no sabía cómo evitar.
Me destrozaba el corazón todas y cada una de las veces que nos veíamos. Tus noches únicas iban de la mano de mis noches turbias. Me arrastrabas de un lado a otro en cuestión de horas: de la más absoluta felicidad, me hundías en la miseria. Sin piedad.
Me habías humillado de todas las maneras posibles. En mensajes, emails, en bares, en cafeterías… siempre pendiente de su respuesta. Siempre esclava de sus idas y venidas. Siempre embobada por ese supuesto encanto que él tenía. Él, continuamente moviendo los hilos. Hasta en la cama la obligaba a ser sumisa.
Pero se acabó. Está vez, me tocaba a mí.
Entré en su apartamento, que seguía igual que siempre: ordenado y organizado de manera enfermiza en su obsesión por controlarlo todo.
Me deshice de lo único que llevaba puesto. Una gabardina marrón. Esa noche me había vestido para matar: me puse un corsé apretadisimo de cuero negro con adornos de seda en violeta. Ropa interior de encaje negro, un ligero y unas medias finisimas.
«Qué haces vestida así?», me dijo mirandome embobado desde la distancia.
Me empezaba a dar asco su condescendencia. Sus aires de ser el centro del universo. Su absurda convicción de que era el hombre más maravilloso que había visto el planeta. Pero a pesar del odio que le profesaba, fui capaz de ocultarlo y acercarme a él con cara de deseo y paso decidido.
«Esta vez quiero hacer las cosas un poco distintas… me apetece cambiar las normas del juego. Quiero probar algo nuevo. Qué dices?», le pregunté mientras le agarraba del pelo y tiraba de él fuerte, hacia atrás, dejándole con la barbilla en alto.
Él sonrió, divertido. «Por qué no… hoy me siento generoso. Puedes hacer lo que quieras. Veamos qué tienes tú que demostrar», recalcó.
Le bese con rabia. De forma agresiva y con prisas. Le mordí el labio y empezó a sangrar, en una especie de premonición de lo que estaba a punto de suceder.
Le cogí de la mano y le llevé hasta su cuarto. Le tumbé en la cama y le besé. Le besé como nunca antes había hecho. Con pasión, con intensidad, con infinitas ganas. Con una mezcla de odio y placer, quizá porque sabía que sería la última vez. Que por fin era la definitiva y que después de esta ocasión, no habría sufrimiento.
Le quité toda la ropa, despacio, con delicadeza. Haciendo mucho teatro para que viera cada uno de mis movimientos. Le acaricié el pecho, los hombros. La espalda. Esa espalda que siempre conseguía volverme loca.
Y pasé mi lengua por todos y cada uno de esos lugares. Deteniéndome en los que más me gustaban. Haciendo hincapié en aquellos puntos que le hacían estremecer.
Cuando ya me dolían los labios, me acerqué a la mesilla de noche donde guardaba las cuerdas y las esposas. Sí, sabía perfectamente dónde guardaba todas esas cosas. Era aficionado a atarme de pies y manos. Su juego favorito era dejarme indefensa en la cama y asi poder hacer conmigo todo lo que se le antojase.
Por una vez, cambiaban los papeles. Uní sus muñecas y las rodeé con las esposas en su espalda. Le obligué a apoyarse contra el cabecero de la cama, al que le até para dejarle inmovilizado. Por supuesto, también enredé la cuerda en sus tobillos.
Volvió a reir. «Dónde has aprendido a hacer las cosas tan bien?», me dijo, con su eterno tono de desprecio.
Yo reí aún más fuerte y no le contesté. Sólo apreté aún más las cuerdas.
Me subí encima de él. A horcajadas. Y tuvé el sexo más salvaje y más placentero que recuerdo en toda mi vida. Supongo que la sensación de ser yo la dominante y no la dominada, la adrenalina por lo que estaba a punto de hacer y escucharle gemir de dolor cada vez que le embestía me excitaron más de lo que esperaba.
Y cuando más entregado estaba a satisfacerme, rodeé suavemente su cuello con mis manos. Coloqué estratégimante mis pulgares en su vena carótida. Era el punto preciso, donde no necesitaba demasaida presión ni esfuerzo para provocar el resultado deseado.
Apreté suavemente mientras le sonreía. Un poco de asfixia siempre aumenta la sensación de placer. Al menos, es lo que él siempre me había dicho. Entendiendo por donde iba el juego, se dejó hacer. Retiró la cara hacia atrás y expuso todo su cuello para que yo tuviera más campo de maniobra.
Y fue entonces cuando apreté con todas mis fuerzas. Presioné todo lo que pude. Él empezó a forcejear cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando. Pero estaba tan bien atado que apenas podía hacer nada. Yo sólo necesitaba unos minutos para que se cortase el riego sanguíneo que iba a su cerebro y un poco más de tiempo para asfixiarle.
Me invade un instinto irracional, primario. Tengo sed de matar. Lo unico que quiero es bañarme en su sangre. Reventarle todos los huesos bajo mis pies. Volarte la tapa de los sesos. Pero no. Fui capaz de mantener la compostura. Le mataría ahogándole, como tenía planificado. De forma límpia y discreta.
«Que qué tengo que demostrar? le dije, acercándome mucho para que me mirase directamente a los ojos y con el aliento entrecortado por el esfuerzo. «Que nadie te va a salvar de este infierno».
Sí. Yo, la mosquita muerta. La que siempre cedía. La que nunca llevaba la contraria. Sí, esa que siempre se dejaba convence por tus estúpidas mentiras, estaba encima tuya vestida de cuero dominando la situación. Apretándo las manos enguantadas alrededor de tu cuello. Estrujando con todas sus fuerzas. Ahogándote y dejándote sin una pizca de oxígeno.
Le dejé tendido en la cama. Sin vida. Con una mirada desencajada y vacía. Los ojos desorbiatados, no porque boqueabas desesperado en tus últimos momentos de vida, si no por no terminarte de creer lo que estaba pasando.
Me acerqué un momento al espejo que tenías junto al armario. Cogí un pañuelo del bolso y me quité las gotas de sudor que había en mi frente. Era la única muestra del esfuerzo que había hecho. Lo demás seguía intacto: el pelo que llevaba perfectamente recogido en un moño tirante en la nuca, el lápiz de labios rojo cereza, la sombra de ojos negra.
Tenía las mejillas algo rojas del esfuerzo, pero nada exagerado. Quedaban muy natural. Cómo si hubiese elegido el tono perfecto de maquillaje.
La venganza le sentaba tan bien…