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El tarro de las piedras del montón apareció un día, de un mes que no recuerdo a una hora indeterminada, en mi estantería. Para cumplir no se muy bien que función. 

En un paseo de tantos junto a la orilla del mar, empecé a recoger piedras del montón para tener los dedos ocupados, para jugar con ellas, para desviar mis pensamientos. Y ya no se como parar… algo así como dejarse llevar por el fluir de las cosas, la inercia, la costumbre.

Son piedras ordinarias, normales, corrientes. Grises, marrones, azuladas, más redondas y más afiladas. No son especiales. No tienen nada que las diferencie del resto de piedras que se puedan encontrar en cualquier lugar del mundo. No son relevantes. No son las verdaderamente importantes.

Pero entre piedras y piedras vulgares están ellos… Oh!, sí ellos.

Esos fragmentos brillantes, llamativos, coloridos. Los que colocas fuera del tarro porque son tan preciosos que quieren observarlos con detenimiento. Todo el tiempo.

Los pedazos que justifican las idas y venidas, los que hacen que los largos paseos solitarios valgan la pena. Fragmentos que captan toda la luz del sol. Te acercas, pensando que hoy es tu dia de suerte, que por fin encuentras algo que vale la pena. Y no corres a buscarlo, por miedo a estropear el momento, pero te visualizas metros antes aguantandolo en tus manos. Fuerte.

Por un segundo, en tu mente surge una duda extraña: ¿Por qué sigue ahí? ¿Por qué nadie lo ha recogido aún? Y no entiendes cómo sólo tú has podido ver la intensidad y la belleza de los destellos que tan bien escondido tesoro desprenden. Pero te niegas a pensarlo con detenimiento. 

Respiras hondo y decides hacer el esfuerzo de agacharte, de mancharte las manos de arena, de rebuscar y recoger ese trozo traido por el océano. Quién sabe. Te pica la curiosidad de lo que puedes encontrar y te resulta imposible pasar de largo sin rozarlo con tus dedos. Sólo por el mero placer de notar su textura.

Pero al acercar la vista, al mirar con detenimiento, descubres la verdad. Kapuscinski dijo que los «cínicos no sirven para este oficio». Pero no dijo que la vida te hace tragar cucharadas de realidad a cada paso. Ocultó que las piedras cada vez pesan más, y que llegará el momento en que los huesos ya no aguanten el peso. Que no hay fósiles brillantes. Olvidó apuntar que las colecciones son, al fin y al cabo, meras acumulaciones sin sentido.

La historia siempre tiene el mismo final: los fragmentos maravillosos son solo cantos rodados. Burdos pedazos de vidrio olvidados en algún lugar de la costa que el mar arrastró a su antojo. Cristales erosionados por el tiempo y la distancia, limados hasta disimular todas sus asperezas.

Y son raros. Y si se contemplan pausadamente, también te das cuenta de que son opacos. De forma extraña, captan la luz a su alrededor, pero su textura es opaca. No hay transparencia. Por mucho que te empeñes, no se puede ver a través de estos pedazos. No, no te dejan ver a través de ellos.

Se empeñan en parecer sofisticados. Se esfuerzan por camuflar su engaño e intentan desesperadamente parecer algo maravilloso. Pero, en el fondo, esos fragmentos también saben cuál es su verdadera naturaleza. Ellos mismos saben que no son más que otra piedra del montón.