El metro estaba abarrotado. No cabía ni un solo alfiler. Caras largas, cansadas. Algunas tristes, otras aburridas, algunos otros parecían aliviados y contentos por acabar la jornada laboral.
Arriba, en el exterior, frío polar. Había estado nevando todo el día y el viento no paraba de soplar con todas sus fuerzas. Quizá, el Invierno intuía que en apenas unas semanas la Primavera le robaría protagonismo y sólo quería tener un gran final. Lo estaba bordando.
A pesar de las inclemencias, se encontraron para ir juntos (¿a casa quizá?) Como pudieron, entraron en uno de los vagones y encontraron dos asientos, uno junto al otro, en mitad del tren.
Él sacó un libro viejo y desecho, parecía una lectura bastante sesuda. Ella, en cambio, cogió del bolso un libro con una portada de colores brillantes que parecía mucho más ligero y entretenido.
Él la miraba con deseo, con ternura, con los ojos febriles de un coleccionista que finalmente ha conseguido una pieza extraña, y sabe que tan preciada posesión es solamente suya. Hacía verdaderos esfuerzos por concentrarse en su lectura, pero le resultaba imposible. El libro parecía demasiado aburrido comparado con lo que tenía a su lado. Cada pocos segundos levantaba la vista de la página sólo para contemplarla leyendo (tan adorable, con sus orejeras negras y envuelta en una bufanda y un abrigo enorme a pesar de llevar ya más de media hora bajo tierra).
Y sonreía, embelesado. Todo el tiempo. Como si tuviera dos imanes en la sienes que no dejaran a las comisuras de sus labios volver a su estado natural.
Ella, concentrada en su lectura, parecía no darse cuenta de las muestras de adoración de su acompañante. Estaba seria y relajada, segura, como quien se sabe acompañado y no tiene porqué preocuparse de lo que pasa alrededor.
Él alargó su mano para rascar suavemente la rodilla de la chica. Movió teatralmente los dedos uno tras otro, sonriendo y sin mirarla. Tras unos instantes, alzó los ojos de reojo para ver si su intento por llamar la atención de su amada había surtido efecto.
Y de repente, ese gesto. Ínfimo, absurdo, insignificante. Grandioso por lo espontáneo y natural del momento. Ella, conocedora del movimiento, no se molestó en mirarle. Sonrió, y le cogió de la mano.
Y así permanecerían durante todo el trayecto. Sin un sólo momento de duda, sin un instante de flaqueza. Firmes, pero constantes, continuaron entrelazados durante todo el viaje.