La vida se reduce a vagabundear por las calles desiertas a horas infames. A las casualidades. A tocar los primeros rayos de sol. A las sorpresas. A decirle a la luna que se vaya a dormir. A parar en un puente cualquiera a contemplar un amanecer madrugador que quedará para siempre en la memoria.
Y se me ensancha, se me ensancha el alma sólo de pensar en ese instante en el que no importaba nada más. Alcancé un estado mágico en el que, a pesar de todo pronóstico, lo que menos me preocupaba era saberme perdida.
La única obligación consistía en disfurtar. La única tarea por cumplir era deleitarnos, fluir, fundirse y embriagarse de los movimientos, de los olores, de cada sonido, de las palabras.
La felicidad es una mano en mi cintura; es complicidad sin siquiera haberte conocido. Es la naturalidad de todos tus gestos. Es algo tan tan simple como ocultarnos por las esquinas para hacerte cosas indecentes esperando llegar cuánto antes a tu cama, riendo a carcajada limpia.
Reír, reír, reír. Y preguntarme si las agujetas en las comisuras de mis labios son por los besos que nos dimos o por la sonrisa absurda que se resistía a abandonarme.
Porque eso es la vida: todo lo que ocurre de repente, cuando pensabas que ya no quedaba nada por llegar.
Ese instante en que te das cuenta de que quizá sí. De que a lo mejor no es para tanto. De que al final del día, están. Siempre. Ahí y contigo.
Ese segundo en que sabes que los llevarías en la maleta (a ellos, a ellas) porque encajarían perfectamente en tus otros escenarios.
Miradas triste y felices. Intuyen, igual que tu, lo positivo de la experiencia. Cuánto lo necesito. Saben lo importante que es dejarme arrastrar por nuevos aires.
Un pájaro con ganas de volar no puede estar demasiado tiempo encerrado en la misma jaula fría, oscura y sin sol. Y se convierte en esencial un cambio cuando las cosas han permanecido estancadas demiasdo tiempo.
Como siempre, con la maleta preparada y a cuestas para volver a empezar, aunque sea por un corto periodo de tiempo.
Avidez por exprimir los segundos. Ansia por caminar la ciudad entera, de recorrer todos sus rincones. Anhelo fundirme con el asfalto, evaporarme en la bruma matutina, quedarme impregnada en la fachada de los edificios.
Ganas de volver a la vida.
Y sin embargo, la vista puesta en el horizonte, en la vuelta a las raices.
Despidadas agridulces con sabor a reencuentros.
Está vez; emoción, nervios, interés…y la certeza de que alguien está esperando al otro lado con tantas ganas como yo.
«Una barca en el puerto me espera No sé dónde me ha de llevar No ando buscando grandeza Sólo ésta tristeza deseo curar Me marcho y no pienso en la vuelta»
(El extranjero – Enrique Bunbury)
No me hace gracia admitirlo, que quieres que te diga.
Me trataste demasiado mal demasiado tiempo como para que esto pudiera ocurrir. Por eso siempre supe que esto a mí no me iba a pasar. Todo estaba muy claro… sabía que no iba a sentir esa desazón de tenerte a tantos kilómetros de distancia. No sería de esas que van llorando por las esquinas rezando por saber cuándo vamos a volver a reencontrarnos.
Nunca me visualice a mí misma admitiéndolo (y aunque lo hago con la boca pequeña), lo digo abiertamente: Sí, te echo de menos.
Durante años deseé perderte de vista. Y mírame ahora, lamentando el haberte dejado atrás.
Nunca pensé que fuera a ocurrir tan rápido. Tres meses. Noventa días. Años atrás, las largas vacaciones de verano nos tenían separadas por mucho más tiempo. No tiene sentido.
Es cierto que por mi cabeza pasó que, tarde o temprano, podría suceder. En parte, es hasta lógico. Me has visto crecer y convertirme en adulta. Me has enseñado mucho. Contigo experimenté un abanico amplísimo de sensaciones, que abarcan desde el dolor y la pena, hasta la ambición, la alegría y la diversión.
Siempre hemos tenido esta relación tan extraña y difícil. Te quiero y te odio.
Desde el principio has jugado conmigo a tu antojo. Cuando nos conocimos estaba encantada con la forma en que me tratabas. Eras toda novedad y posibilidades. Luego fuiste mezquina, ruin, despiadada, y me sumiste en una desdicha profunda. Eres complicada.
Tu chulería y tus prisas te pierden. Pero tu carisma y desparpajo te salvan.
Quizá fue cuando las dos decidimos plantearnos una tregua. Y dejé de nuevo, tras muchos años de reproches y malos humos, que me sedujeras. Me reencontré tras horas vagabundeando desde Sol hasta Avenida de América, contemplando las lujosas tiendas de la calle Velázquez. Aprendí a protegerme del frío en las heladas mañana del barrio de Chamberí. Disfruté del silencio y la tranquilidad en las profundidades del Retiro. Empecé a entender los laberintos de Malasaña y Tribunal, donde encontré mis rincones favoritos. Me deleite con el Art Noveau de los edificios de la calle Recoletos y pude sentir siglos de historia cuando me sumergía en los recovecos del barrio de Las Cortes.
Quizá fue que, tras años y años de convivencia, decidiste darme una oportunidad. Quizá fue que ya nos conocíamos de sobra y fui capaz de burlarme de tus trampas. Es algo que no podré descubrir nunca.
“Si quieres volver a Madrid tienes que tocar el Oso y el Madroño”, me decían. Aún recuerdo las fuertes carcajadas que me provocó tan burda superstición. “No te preocupes, no tengo ninguna intención de volver por aquí”, repetí cientos de veces.
Ahora me arrepiento de mi soberbia y orgullo.
Circulábamos por calles amplias y desiertas, lo único que se movía a nuestro paso eran las banderas de las embajadas(…). No son Madrid –era una idea que me asaltaba con frecuencia, cada vez que pasaba por allí-, no caben en esta ciudad-no ciudad, caótica e híbrida, desastre teórico y práctico, desastre urbanístico, desastre viario, desastre circulatorio, desastre educativo, desastre político, desastre sanitario, desastre eclesiástico –no hay catedral-, desastre pornográfico –no hay barrio chino-, en suma, un auténtico desastre, el único sitio donde se puede vivir a gusto, en medio del desastre, donde nadie pregunta nada, porque todo el mundo es nadie, y puedes salir a comprar el pan con zapatillas y bata de boatiné y no te mira nadie, y te regalan un par de boquerones en vinagre con las cañas, en bares ruidosos con el suelo alfombrado de servilletas de papel arrugadas, y huele siempre a garbanzos cocidos en los patios de las casas de Madrid (…), un pueblo provinciano, aburrido y pretencioso en medio de una ciudad enorme de la que todos dicen que es un pueblo.
Al otro lado del cristal del tren, kilómetros y kilómetros de campiña inglesa. Tengo la sensación de contemplar un cuadro de Turner en movimiento.
Dos colores dominan el paisaje. Ambos despliegan sus mejores paletas de tonalidades para embaucar con su belleza a todo el que se proponga hacer un recuento de los cientos de verdes y grises que inundan la vista.
Lento, pero seguro, el otoño sabe que ganará la batalla al verano. Como sus esbirros, el amarillo y el naranja desafían el monopolio cromático del verde. Tímidamente el rojo toma posiciones para decantar la batalla en favor de la nueva estación.
Encima de nosotros, nubes negras, plomizas y amenazantes avisan de la inminente lluvia. Aquí, mirar el cielo también es todo un espectáculo. Las nubes se mueven mucho más deprisa gracias al incesante y frío viento del Norte, que no da tregua nunca. Siempre tan cargadas de agua, las nubes se apuran y corren de un lado a otro incansables para no dejar ni un solo rincón del país sin regar.
Entre los campos verdes se reparten pequeñas casas. Sabiéndose extrañas e invasoras del entorno, todas se arremolinan alrededor de una alta iglesia en busca, quizá, de protección divina ante lo que pueda esconder la inmensidad de los campos desolados.
En un intento por pasar desapercibidas, sus ladrillos copian el gris y el negro de las nubes. Grandes ventanas que buscan robar cualquier atisbo de luz, chimeneas y techos a dos aguas son sus principales armas para defenderse de las inclemencias del clima por estas latitudes.
Desperdigados a medio camino entre las amplias extensiones de campo y las pequeñas villas, aparecen enormes e imponentes árboles. Juntos, robles, olmos y fresnos agrupados como en una manada, rompen la planicie de un terreno carente de valles y montañas.
Para variar, de vez en cuando está muy bien tener un mapa y un destino.
La City y yo. Mano a mano. Curiosamente, en vez de convertirnos en enemigas, nos hemos vuelto aliadas.
De fondo, nubes y amagos de lluvia. A estas alturas del año, el clima británico no se plantea ni por un momento darnos una tregua. No importa. Londres ya está acostumbrada a ello, y sabe explotar aún más su encanto bajo esta luz mortecina.
Las grandes ciudades: tan duras, tan frías, tan monumentales, tan impresionantes.
Paseos infinitos e interminables por calles que conozco incluso antes de haberlas visitado. De forma extraña puedo sentir que, de alguna manera, mi sitio está aquí.
Sin embargo, soy cauta y escéptica al mismo tiempo. Ése es el embrujo de lugares cómo Londres. Te hechizan pensando que vas a poder convertilos en tu hogar. Nada más lejos de la realidad en un sitio donde todo el mundo está de paso.
Muchas prisas, mucha gente, todos extranjeros, pero todos sintiéndose londinenses. Cómo si fuera una nacionalidad única y exclusiva para ellos, que tanto han tenido que luchar para hacerse un hueco en esta jaula de cristal y hierro. Quizá por eso es tan sencillo sentirse cómodo en un lugar tan extraño.
Resulta fascinante: cada rincón y cada esquina están llenos de posibilidades. Lo mejor de estar aquí es el sentimiento de aventura que me invade cada segundo. Siempre hay algún sitio por conocer, aquí siempre hay un lugar nuevo por descubrir y conquistar.
No es sólo que Londres esté repleto de pubs y bares que vale la pena visitar. Es que su encanto reside en sus pequeñas cafeterías y pastelerias, en sus grandes edificios tan antiguos, tan modernos y combinados sin mucho sentido. Son sus millones de tiendas con diseños propios y exclusivos, sus cientos de mercadillos con artículos de segunda mano que cuentan historias de épocas pasadas.
Tantos y tantos matices. Como si de una persona se tratase, Londres no puede ser vista sólo con unos ojos, ni de una sola manera.
Multiculturalidad y mezcla, corazón y alma de esta ciudad.
may your smile
shine on
don’t be scared
your destiny may keep you warm
Sentimientos encontrados. Miedo y emoción ¿a partes iguales? No lo creo.
El verano toca su fin. Me agarro fuertemente a los últimos restos de las vacaciones. Hoy he vuelto a ver a todo el mundo como si se tratara de un miércoles cualquiera: unos cafés, un paseo, unas cervezas y a casa. Intento hacer como que uno de los cambios más grandes de mi vida aún tardará mucho en llegar. Pero está ahí. Es inminente. En menos de 24 horas, todo será distinto.
Ojalá pudiera parar el tiempo aquí y ahora.
En estos momentos debería estar descansando. Acumulando fuerzas para los dos aviones que me esperan mañana. Llenándome de energía y “buenrollismo” para empezar con buen pie en el nuevo destino.
Sin embargo, aquí me encuentro, escribiendo a horas indecentes en el blog como si fuera un antídoto o una forma simple y burda de mantener la mente ocupada. Crear la ilusión de que estar tan atareada puede realmente postergar un poco más el momento de marchar.
Mi cerebro trabaja a velocidades insospechadas procesando todo lo que ha pasado este verano. Imposible conciliar el sueño cuando el corazón trabaja a mil por hora para, a partes iguales, luchar contra la pena de dejar a tanta gente maravillosa en casa y encender mi espíritu aventurero.
En vez de las delicadas y graciosas mariposas; en mi estómago vuelan cientos de águilas imperiales, grandes, fuertes e incansables desde hace días.
Nervios. Angustia y algo de miedo por saber que me enfrento a un cambio decisivo.
Pero cada ápice de mi cuerpo quiere oler, ver, escuchar nuevos territorios. Quiero reconocerme en nuevas caras y otros cuerpos, empaparme de miles de formas distintas de enfrentarse a la vida. Ardo en deseos de exprimir cada segundo de esta nueva experiencia. Llega el momento de saciar el hambre de comerme el mundo a cada minuto.
«El pasado y el futuro no existen. El pasado son sólo recuerdos y el futuro conjeturas…» carpe diem memento mori.