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Era esa hora incierta entre la tarde y la noche, cuando todo está oscuro pero aún se siente demasiado temprano para volver a casa y pensar en la cena.
Llevaba un ramo de margaritas. Blancas. Frescas. Hermosas. Las flores estaban todavía envueltas en papel marrón, detalle que revelaba que acababan de salir de la tienda.
No debía pasar los 21 años. Sus ojos azules estaban enmarcados por el pelo rubio y desordenado, que asomaba por debajo de un gorro de punto. Camisa de cuadros, vaqueros anchos y deportivas completaban la imagen.
Caminaba deprisa, con paso torpre. Se sabía el centro de atención, e intentaba en vano disimular lo que llevaba entre las manos. No era precisamente el tipo de chico que uno visualiza con un ramo de flores por las calles, algo que le hacía aún más adorable.
La barrera del tren bajó de repente, antes de que pudiera cruzar al otro lado para seguir su camino, y quedamos frente a frente. Miró inquieto el reloj del móvil. Estaba nervioso, pero no preocupado. Tenía ese brillo especial de quien sabe que la noche no ha hecho más que empezar.
El detalle de las flores ya había captado toda mi atención, y mi creciente curiosidad no pudo evitar inspeccionar más de cerca al muchacho y al resto de su cargamento, aprovechando el tiempo muerto ante las vías.
Iba a salvarle el día a alguien. EL chico iba equipado con el kit de «supervivencia a los dias horrorosos» completo: flores, botella de vino, tarrina de helado (de chocolate quizá?) y un Dvd.
Me arrancó una sonrisa inmensa pensar que aún quedaba gente así por el mundo. No pude evitar pensar en la persona que se encontraría al niño de los ojos azules tras la puerta, con sus vino, sus flores y el helado. Y lo bien que lo iban a pasar esa noche.
Al final, resultó que el chico de las margaritas no era más que un ángel de la guardia disfrazado con camisa de cuadros.